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Irene salto de la cama, y se metió rápida en la ducha. No tenia tiempo ni de desayunar. Llegaba tarde, como costumbre o vicio que ni ella podía comprender, había decidido que los relojes no le servían para nada, y nunca llevaba ninguno. Pasaba siempre sueño, pues ni siquiera Morpheo le dormía en sus brazos al menos seis o siete horas.
Su trabajo como restauradora de arte apenas le llegaba para el alquiler, a partir de las siete de la tarde y hasta altas horas de la madrugada, se dedicaba a servir cafés, a fregar tazas y a entonar alguna que otra melodía en el viejo pub.
Había venido al valle de Orla a trabajar, posiblemente le quedaba poco más de un año, su contrato aún así era indefinido, tampoco tenía prisa por regresar a su antigua vida, quedaban familia, amigos… casados en su mayoría o trabajando fuera de su ciudad.
Parecía que el tiempo se detenía en aquel valle, casi cinco años, justos los que hacia cuando su amiga Helena Martí la convenció para integrarse en su grupo de restauradores de arte.

Le encantaba el valle, lo echaría de menos, su sencilla gente, sus casas de piedra, su estructura románica.
Uno de los rasgos más característicos de su naturaleza eran los bosques. Prácticamente todo el territorio tenia vocación forestal, no era extraño encontrarse a las gentes caminando en busca de frutos, de setas y otras especies que formaban un extenso mosaicos de paisajes, formaciones arbustivas, y cultivos agrícolas, así como encinares, hayas, coníferas y pinos.